
Por Lorena Zagaceta
Viajar a Puno ha sido una de las experiencias que más me han sorprendido, ya que, honestamente, no esperaba que este viaje me haga vivir todo lo que pasé.
El Lago Titicaca tiene una energía mágica, envolvente, que abraza. Las personas que allí viven, son seres humanos tan conectados a la naturaleza, que podría decir que hasta se siente un poco de envidia sana por el tipo de vida que llevan, que por supuesto no está llena de lujos, pero es suficiente para vivir feliz con lo necesario.
El viaje a Puno empezó con mi llegada en el aeropuerto de Juliaca. Viajé desde Lima en un vuelo de aproximadamente 1h30 min. Me recibieron cálidamente y me llevaron inmediatamente a Puno, en un trayecto de 45 minutos vía terrestre. Allí, a orillas del lago, me esperaba un bote techado, que me llevaría hasta donde pasaría mi primera noche: la isla de los Uros (islas esparcidas en ciertas zonas del Lago Titicaca, administrada independientemente por una o un grupo de familias, utilizadas como parte de un proyecto de turismo vivencial para conocer los andes peruanos.
Continuando el recorrido por las islas flotantes en Puno
Al llegar a estas islas flotantes (literal, son islas que flotan en el lago y se van rellenando con junco -especie de caña muy común en la zona – cada cierto tiempo). Me recibió un grupo de lugareños con ropa muy colorida, me dieron la bienvenida y junto con otras turistas que llegaron inmediatamente después que yo, nos acomodaron en las habitaciones.
Me quedé gratamente sorprendida con lo pintorescas y limpias que eran, todas ellas hechas del mismo junco típico de la zona, bastante amplias y cómodas, y desde mi punto de vista, nada que envidiar a las habitaciones de un hotel económico.
Nos invitaron al comedor, en donde los mismos pobladores de la isla cocinan para los turistas que reciben. Unos ricos pejerreyes con arroz y ensalada finamente decorados nos esperaban. A pesar de que no soy mucho de pescados, realmente una sorpresa que sea tan rico y tan bien presentado.
Por la tarde, las pobladoras de la isla nos vistieron con los trajes típicos de Los Uros, unas faldas, blusas y gorros muy pintorescos, bordados alegremente con colores llamativos que hacían un gran contraste con el paisaje del junco color amarillo.
Andábamos tomándonos fotos, hasta que unos fuertes vientos comenzaron a llevarse todo a su paso, Cristina, una de las pobladoras nos hizo correr y ponernos a buen recaudo: la lluvia estaba por empezar.
Debo decir que fue un gran espectáculo lleno de rayos, truenos, mucha agua y el sonido del viento que movía cada casita encima de la isla. Yo siendo limeña, nunca tengo la oportunidad de presenciar una lluvia real, ya que en Lima, sólo garúa suavemente.
La increíble noche en Puno
Por la noche, cuando todo pasó, nos juntamos nuevamente en el comedor para recibir la rica cena, siempre calentita y bien preparada. El grupo de personas con el que compartí esa noche (de todas partes del mundo), me enseñaron que realmente los seres humanos somos buenos y que sólo queremos encontrarnos a nosotros mismos a través de los viajes. Conversamos tanto, que no nos dimos cuenta de la hora, y de repente ya eran cerca de la 1 de la mañana. Uno nunca se imagina que puede tener tanta buena conexión con personas de otras partes del mundo. La buena vibra se respiraba en todos lados.
Era hora de irse a dormir, con mucha expectativa pensaba en el frío que sentiría esa noche. Al llegar a mi cama, me di con la gran sorpresa que habían puesto botellas con agua caliente por dentro desde antes y todo estaba muy calentito. Me puse feliz al pensar que no tendría que preocuparme del frío esta vez.
Desperté muy temprano por la mañana con la conversación de los chicos franceses que andaban en la cabañita del costado. Ellos ya partían, y el sol brillaba tanto que parecía mediodía. Cuando me di cuenta, eran sólo las 5 de la mañana. Desde la ventana de mi cabaña logré ver cómo es que tomaban un bote (de esos mismos que nos trajeron a todos) y se alejaban por el lago para vivir su siguiente aventura.
Nuevas amistades en Puno
Me quedé conversando unas cuantas horas más con mis nuevas amigas de Estados Unidos y Dinamarca, hasta que llegó la hora de partir. Las cuatro tomamos un bote que nos fue dejando en sitios diferentes de acuerdo a los lugares que nos correspondía visitar después. Llegó la despedida de esas personas con las que aún sigo hablando por redes sociales. Eso es lo que hacen los viajes: conectarte con otros seres humanos, con la vida.
Nuevamente sola, lo que me tocó hacer después, fue subirme a un bote que me llevaría a la Isla Amantaní, en donde pasaría la noche. Esta isla pintoresca, diría que fuera de este planeta, se encuentra aproximadamente dos horas desde la isla de Los Uros. En el camino logré conversar con un grupo de canadienses muy, muy amables y dos amigos alemanes (hombre y mujer) que andaban viajando por el mundo durante seis meses. Nos recibe la dueña de la casa en donde me quedaría y nos lleva cuesta arriba a su casita acondicionada para recibir a visitantes. Me sorprende la increíble vista que se tiene desde ahí, la paz y lo equipadas que están las habitaciones, aunque debo decir, que el baño es compartido en esta parte del viaje.
Experiencia inolvidable
Nos sirven el almuerzo en esa paz infinita, con una vista realmente inigualable del lago, descansamos un rato y vamos cuesta arriba a visitar el templo Pachatata. Llegar a este templo cuesta los pulmones. Es necesario ir a paso tranquilo para llegar hasta la cima. La altura y las calles bastante empinadas suponen un reto extra en esta parte del viaje, pero déjenme decirles que ver el sunset desde el templo, lo vale todo. El atardecer en la cima, el frío en la cara, la paz del lugar rodeada de tanta gente del mundo es una experiencia que llena el alma, que hace agradecer por estar vivo.
Comienza a oscurecer y Julia, nuestra guía, sugiere bajar. El frío comienza a sentirse con más fuerza, pero la caminata se hace ligera al regreso. Llegamos a la casita de noche y nos sirven la cena. Al terminar, la hijita de 9 años de los esposos que nos ofrecen alojamiento nos reta a una partida de cartas a Benedikt, Rhonda (mis nuevos amigos alemanes) y a mí. Ninguno habla el mismo idioma. La hago de traductora entre ambas partes y todo se hace muy entretenido. Era increíble ver nuevamente cómo es que mundos tan distintos podían unirse, divertirse y reír a carcajadas en un lugar completamente mágico. Siempre he sabido que los seres humanos somos buenos.
Mi corazón estaba rebosando de amor y gratitud nuevamente al estar sentada ahí con una niña de Amantaní de 9 años, 2 chicos alemanes de 21 años y yo, una limeña de 28. Sin duda, el mejor viaje a Puno que nunca olvidaré.
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